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Fibromialgia: Crónica de un cuerpo en guerra

  • Convivir con un ser querido que padece fibromialgia es ser testigo de una lucha diaria contra el dolor, la incomprensión y el desgaste. Esta es la historia de quienes resisten sin que se note.

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La fibromialgia no se detecta con radiografías ni análisis de sangre. Aun así, quienes la padecen presentan una mayor sensibilidad del sistema nervioso, lo que intensifica la percepción del dolor sin una causa visible. Foto: ChatBot

Mi abuela despierta con dolor en los ojos. No es una metáfora. Le duelen los párpados, la nariz, la nuca, la cabeza entera, como si una mano invisible la apretara desde la base del cuello. A veces le arden los brazos; otras, las piernas pesan como si estuvieran hechas de cemento. Y hay días —cada vez más frecuentes— en que todo su cuerpo duele al mismo tiempo, pareciera que se hubiera rendido antes de empezar el día.


Se sienta al borde de la cama con lentitud, respirando despacio, pareciera que un movimiento en falso pudiera romperla. Se queja en voz baja, casi en susurros, prácticamente hablándose a sí misma palabras que sólo ella entiende, como si el dolor fuera un idioma secreto que aprendió con los años. Yo la observo desde la puerta, sin interrumpirla, sin saber bien qué hacer, más que estar. Esta es la crónica de su cuerpo en guerra y de lo que significa acompañarla en esa batalla silenciosa.


Antes que su dolor tuviera nombre, desde que tengo memoria, el amanecer en casa no traía luz, sino peso. Las quejas constantes del dolor de cabeza, el cuerpo, los brazos, cada día era un dolor nuevo o todo junto y por ello casi la mayoría de miembros de mi familia la molestaban y se burlaban por las mil pastillas que cargaba en la cartera, de diferente color y tamaño, siempre con ella como amigas inseparables. Pastillas como paracetamol, mejoral, naproxeno, orfenadrina, migradorixina —creo que hasta las pastillas que recomendaba el Dr. Chapatín de la serie de Chespirito, las famosas "Bisbiruliparangaricutirimicuarodol " o "Bisbiruliparangaricutirimicuarolina"—, todo un trabalenguas de léxico médico que solo terminaba mareándome.


Fue recién cuando yo estaba en la universidad que mi abuela se animó a ir al médico. No fue fácil convencerla. Hicieron falta años de insistencia por parte de mi mamá y mía, y sobre todo, esa creciente preocupación por los días en que el dolor no cedía ni con la pastilla más fuerte que le vendían sin receta. El cuerpo hablaba, pero nadie lo escuchaba. Hasta que, por fin, alguien le puso un nombre. Uno solo. Una palabra que parecía pequeña, pero que encerraba décadas de sufrimiento: “Fibromialgia”. Desde entonces, ese nombre la acompaña como una sombra terca, pegada a su espalda, incluso en los días más claros, cuando parecería que el dolor da tregua...pero no.


Mi abuela siempre tuvo sus propios métodos para aliviar el dolor. No le bastaba con una simple sobada: tenía que ser la sobada, con toda la presión posible sobre el punto exacto que le dolía. Recuerdo que, cuando era niña, me pedía que le pasara los talones de mis pies por la espalda y empujara con fuerza, como si el cuerpo pudiera desenredarse con la presión justa. Pero lo más extraño fue un día, mientras yo jugaba en la sala, cuando escuché un repetido "po, po, po" que venía del dormitorio.


Al entrar, la encontré golpeándose la cabeza contra la pared, como si buscara reparar una televisión que no capta señal desde adentro a golpes. Otras veces, usaba la esquina del respaldar de la silla para presionarse la espalda tal cual contorsionista de circo pero en medio de la sala. Yo, en mi inocencia, lo encontraba gracioso. No lo voy a negar. Y hasta hoy, cuando las pastillas ya no hacen efecto, aún se da golpecitos con el puño en la cabeza, como si quisiera resetear algo. Entonces yo, con la única herramienta que tengo —el cariño disfrazado de broma— le digo: “Abuelita, ¿no quieres que mejor te traiga el martillo, a ver si se mueve la nuez?” Y a veces, sonríe.


dolor

Durante un tiempo fue a sesiones de terapia eléctrica o TENS (Estimulación Nerviosa Eléctrica Transcutánea). ¿Le aliviaban?, sí, pero eran demasiado costosas para seguirlas por mucho tiempo. Prefirió hacer ejercicios en casa. Pero con los años, como a todo cuerpo que ha vivido mucho, el desgaste fue ganando terreno. Mi mamá y yo sabíamos que su dolor tenía nombre, pero aún así era difícil entenderlo del todo. Le dolía algo que no veíamos, algo que no dejaba marca. Era como si el cuerpo se quejara de algo que solo él recordaba. Y nosotras, desde afuera, solo podíamos acompañarla sin saber muy bien qué hacer o cómo ayudarla.


Fue entonces cuando decidí buscar respuestas y preguntarle a alguien que supiera más. Para mi fortuna, Antonella Galli, especialista en psicología clínica y psicóloga de la Clínica Ricardo Palma, me explicó que se trata de una enfermedad crónica musculoesquelética generalizada, en la que la persona experimenta dolores persistentes en distintas partes del cuerpo, acompañados de fatiga, alteraciones del sueño y del estado emocional. Me lo dijo con claridad, con términos precisos. Pero aunque las palabras ayudaban a entender, no alcanzaban para describir lo que yo veía cada día en casa. Porque esta enfermedad no se ve, pero está ahí, constante, recordándole a quien la padece —como a mi abuela— que incluso el descanso puede doler.


Puede volverse realmente incapacitante si no se trata a tiempo. No solo por el dolor físico, que ya de por sí agota, sino porque empieza a colarse en el ánimo, hasta dejar a la persona apagada, desganada, como si algo por dentro se fuera marchitando de a pocos. A mi abuela le pasa: hay días en los que no quiere hablar, no quiere comer, no quiere levantarse. Todo le pesa. Y no es solo el cuerpo, también la mente. La ansiedad aparece, la inseguridad se instala, y lo más cotidiano —hacer la comida, tender la cama, salir al parque a caminar con nuestros perritos— se vuelve una cuesta arriba. De a poco, también se va resintiendo la forma en que una se mira a sí misma. Como si el cuerpo roto arrastrara también la autoestima.

En ese momento entendí muchas de las tensiones que habíamos tenido con ella. Esos días en los que intentábamos animarla a salir, a distraerse, a hacer algo distinto, y ella simplemente se cerraba. Como si su dolor fuera una prisión sin salida, un lugar donde nada ni nadie podía alcanzarla. Empecé a comprender mejor su frustración, esa tristeza silenciosa que a veces la dejaba inmóvil por semanas. La doctora Galli me explicó que el estrés puede empeorar los síntomas: el cuerpo se inflama, se defiende, y todo se vuelve más difícil. Y claro, ¿Cómo no va a haber estrés cuando se vive con dolor todos los días? Por eso es tan importante cuidar también la parte emocional cuando se enfrenta una enfermedad crónica como esta. El cuerpo y la mente, al final, duelen juntos.


Por eso, la doctora me insistió en que es fundamental cuidar no solo el cuerpo, sino también el entorno emocional. Recomendó mantener una rutina de ejercicio físico constante, practicar técnicas de relajación para evitar que el estrés se acumule como una tormenta interna, aprender a gestionar las emociones para que no desborden y afecten aún más al cuerpo. También habló de la importancia de una alimentación antiinflamatoria, guiada por un nutricionista, y de respetar los momentos de reposo, esos espacios de recuperación que no siempre se ven, pero que son necesarios como el aire.


Me aconsejó, además, no generar más tensión dentro de casa durante los episodios difíciles. Involucrarse en los tratamientos, asistir a las consultas médicas, tener paciencia, mucha paciencia. Porque así como esa persona —mi abuela— quizás no siempre tuvo mucho para darnos, siempre estuvo ahí, presente y atenta. Apoyándonos como podía, a su manera, con lo que tenía. Y ahora nos toca a nosotros estar para ella. El apoyo familiar es clave, pero tiene que ser sincero, sin juicios ni reproches, sin hacerla sentir culpable por lo que no puede controlar. La doctora me contó que muchas personas que viven con esta enfermedad han pasado por situaciones muy duras, traumas que el cuerpo no olvida. Y que, curiosamente, suelen ser personas profundamente empáticas, generosas, que cargan con tanto que, sin darse cuenta, terminan llevándolo en su propio cuerpo.


Desde entonces, intento mirar a mi abuela con otros ojos. Con más ternura. Con más respeto. Su dolor me enseña a acompañar desde el amor y no desde la urgencia de "arreglar" lo que no se puede. Aprendí que hay dolores que no se curan, pero sí se sostienen. Y que, a veces, lo más sanador no es ofrecer soluciones, sino simplemente no soltarle la mano.



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